Creo mucho en la poesía que, sin renunciar a la invención
(el desdoblamiento, el absurdo cotidiano, la destilación de situaciones
apócrifas) mantiene un vínculo isotópico con el devenir y, a la manera
realista, se solaza en alusiones que nos sirven para metabolizarla, quizás de
manera oblicua, como textos sentenciosos donde la sentencia se debe derivar de
una lectura cómplice, aunque no solo para los avisados sirva.
Creo mucho también en una poética –quizás más afincada en la tradición
anglosajona que en la hispánica– donde el verso, con la contundencia de la
frase rotunda gana implicaciones, más a través de la síntesis expresiva y el
juego de espejos que del desborde barroco o la elegancia modernista. La ironía
y el cinismo, este último al modo de la escuela de Antístenes de Atenas,
despojado de la impronta peyorativa con que lo vemos hoy, son rasgos visibles
en la expresión lírica de este corte, sobre todo cuando cuestiona –lo más
frecuente– la hipocresía, la demagogia, la tozudez política, los falsos (o
desgastados) paradigmas que nos negamos obcecadamente a desactivar para
recomponer.