martes, 4 de septiembre de 2018

ENTELEQUIAS



Gusto que las voces pasen de mí
cuando descanso sobre un verso
y necesito encontrar las palabras justas
para que en la textura del poema
se perciban las fibras de mi piel.

Persigo el desenfado de la lucidez
y el despego de frases ajenas
que, en su gusto,
me tientan al apoderamiento;
porque la genialidad se inscribe
y marca en lo recóndito,
más allá de nuestro dominio.

Conquisto epítetos narcóticos
para el género,
manejables sobrenombres de la agrura
que confunden las virtudes,
y ciertas robusteces concisas
que me regalan los baratos epitafios
con los que, aun en vida,
me van amortajando con sus miedos
los vulgares adversos.

Concibo el contoneo de las sigilosas humedades,
la oscilación de los signos,
ensortijando las faltas
sobre las ausencias que se aspiran.
Me desacompaña el oxígeno
y algunos reclamos
cuando apenas sé dialogarme
cierto convencimiento
para explicarme la fragilidad
—esa hija escrupulosa de la inconsistencia. 

No quiero decir excelsitud o arrebol 
en una ciudad sin contornos
en su desnudez de ocultaciones,
vehemente en los azules vicios tropicales
que arrollan la Isla.

Al fragor de los crepúsculos
aguzo los sentidos
ante la monstruosa modernidad
que enaltece las groserías
de un bestialismo infausto,
y sufro estos horribles derrumbes…
La incógnita dispersa
mi proceder intangible
en el mineral fantástico del tiempo
y un fango atemporal
me adhiere a los delirios.

Pichy


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